
Siglos de tradición se entrelazan en las hábiles manos de las artistas que supieron mantener vivo un legado que hoy es reconocido en todo el mundo.
Fueron unos pocos años de prosperidad y varios siglos de olvido. Hoy la primera capital de la provincia resurge y afianza la identidad del pueblo tucumano.
Identidad04 de junio de 2025Cada 31 de mayo, Tucumán se detiene un instante para mirar hacia atrás. Como si una brisa antigua soplara desde el sur, desde ese suelo callado que una vez fue ciudad y hoy guarda secretos entre raíces y piedras, Ibatín vuelve a nombrarse.
Allí, en 1565, Diego de Villarroel clavó las primeras estacas de lo que sería la capital de esta provincia: San Miguel de Tucumán y Nueva Tierra de Promisión.
La historia no se escribe sin tensiones. Aquella fundación, realizada un cuarto de legua al sur del río de la Quebrada del Calchaquí, no sucedió en tierra vacía: los pueblos originarios —dedicados a la caza, la agricultura, la recolección— ya habitaban la región.
El encuentro fue, como tantos otros, áspero. El 28 de octubre de 1578, luego de que el gobernador Abreu llevara a los hombres de Ibatín a la “Jornada de los Césares”, la ciudad quedó desprotegida.
Esa noche, los pueblos indígenas atacaron y prendieron fuego al asentamiento.Y, sin embargo, Ibatín resistió. Durante 120 años prosperó, apoyada en la fertilidad de sus tierras y su ubicación estratégica en la ruta que unía el Alto Perú con el Río de la Plata.
Sus calles de tierra veían pasar carretas construidas con cedro local, cargadas de productos y sueños de expansión. En torno a la Plaza Mayor, se alzaban los pilares de una ciudad joven: el Cabildo, la Iglesia Matriz, los templos de jesuitas, franciscanos y mercedarios, y también aquella ermita dedicada a San Judas Tadeo y San Simón, la misma que desaparecería bajo el agua un siglo más tarde.
Pero Ibatín también fue víctima de su geografía. El río que le daba vida comenzó a cobrar venganza. Sus crecientes anegaban las afueras, lo convertían en un cauce traicionero. Y con el agua llegaron también las fiebres: el paludismo se propagaba entre los habitantes con silenciosa crueldad.
El año 1678 fue el principio del fin. Una inundación de grandes proporciones arrasó con las casas del norte y con la ermita. Al año siguiente, las aguas alcanzaron la Plaza de Armas.
Tucumán entera parecía a punto de ser devuelta a la selva.
En un cabildo abierto se debatieron dos caminos: enfrentar al río limpiando su cauce o mudarse, dejar atrás la ciudad y fundarla otra vez. Venció la segunda opción. En 1685, San Miguel de Tucumán se trasladó 60 kilómetros al norte, a la región de La Toma. Ibatín, deshabitada y vencida, volvió al silencio.
Pero el silencio de Ibatín no es olvido. Aquel suelo, durante mucho tiempo cubierto por el monte y el tiempo, comenzó a revelar sus secretos en 1965. Excavaciones arqueológicas sacaron a la luz los cimientos del Cabildo, de la Iglesia, del colegio de los jesuitas. La antigua ciudad, enterrada pero no perdida, volvía a respirar.
Hoy, en ese lugar donde todo comenzó, se levanta el Parque Provincial y Museo Arqueológico a Cielo Abierto Ibatín. Su Centro de Interpretación recoge la memoria recuperada, con objetos, planos y relatos que reconstruyen lo que fue, piedra por piedra, vida por vida, la primera Tucumán.
Cada año, cuando llega el 31 de mayo, Ibatín despierta en los corazones tucumanos. No como una ruina, sino como una raíz. Porque toda ciudad, por más moderna o bulliciosa que sea, crece hacia arriba solo si no olvida lo que hay debajo.
Siglos de tradición se entrelazan en las hábiles manos de las artistas que supieron mantener vivo un legado que hoy es reconocido en todo el mundo.
La plaza Belgrano, en el barrio sur de Tucumán, era aún el Campo de las Carreras cuando se libró allí la Batalla de Tucumán, que sentó las bases para la victoria militar sobre los realistas españoles.
Cada día, en cada rincón de la provincia, tejen, forjan, amasan y dibujan obras que recrean y afianzan la identidad de un pueblo orgulloso de su pasado y su acervo cultural. Hay una ruta que los une y vale la pena recorrer.
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